martes, 14 de agosto de 2012

Les Diables




Erase una vez yo en el quinto grado, donde hacía calor todos los días, ya no quería ir más a la escuela y me gustaban las películas de fin de semana, en esos días solo era posible emplear la tarde de sábado caminando con papá o pasando canales hasta encontrar la repetición muy seguida de Les Diables en el canal de cine sin propagandas, cada vez que aparecía la película yo me sentía bendita, era incapaz de ir al baño, me aguantaba hasta el final y corría, no podía ir a  buscar la cobija de cuadros, aguantaba frio mientras los niños huían del sanatorio, me rompía la cabeza contra un vidrio y sangraba con las ventanas rotas, gritaba, decía groserías a los reos, le pedía a mamá que me trajera un paquete de galletas de chocolate y esperaba no morir en la pubertad, esperaba no perder la razón en la pubertad, esperaba no ser así tan feliz en la inocencia de la desnudez, no ser así tan feliz desde los malos modales, esperaba no gozar nunca con lo que mamá decía que estaba mal, esperaba no irme a dormir cuando el aviso de menores de catorce años en compañía de adultos responsables apareciera. 

A los diez años me gustaban las películas de fin de semana que mi padre calificaba como buenas, lo hacía a veces sin decir una palabra, por ejemplo cuando papá repetía la película más de tres veces era la señal; si él la veía con atención más de tres veces la película merecía la pena, luego de saber eso varios días después cuando la película volvía a aparecer en la pantalla de la televisión él trataba de hacerme una reseña, pero no se podía, era imposible reseñar así en medio del asombro primero, a mi padre le parecía increíble que Adèle Haenel padeciera autismo y no supiera otra cosa que hacer casas con pedazos de baldosa y vidrio, a mi padre le resultaba imposible que Adèle Haenel hiciera su papel y no fuera Adèle  nunca más si no Chloé. A veces me levanto y trato de recordar cosas que me parecen lejanas y perdidas. Erase una vez la historia del momento en el que uno recuerda otros sucesos anteriores a la memoria que no nos ha quitado el Alzheimer.

Yo requiero del encanto del recuerdo, para hacerlo patear piedras hoy, ¿quién soy yo sin mi recuerdo?, sigo siendo yo. No es por la necesidad si no por el capricho de buscar en mí aquello que nos ha lastimado a todos y otras cosas secretas y ahogadas en vasos de leche, otras cosas irremediables que me ocurrieron solo a mí, como el lunar nuevo que tengo hace un par de meses en la palma de la mano, o el ángel que vi a los siete años y no me dejo nunca perder la fe, cosas extrañas que no convergen con lo que yo creo que me ha lastimado, cosas extrañas que no convergen con nada pero son culpables de todo. Es el capricho de buscar en mí el castigo  y el amor. Comprobar que todos escuchamos alguna vez la gente loca que vendía leche de cabra por las calles, para comprobar que todos quisimos desenterrar babosas de entre la tierra y ponerlas en la silla de la profesora. Para convencerme de que todos tuvimos la misma vergüenza de crecer. Para que nadie me diga nada pero yo sepa que a los diez años ya nadie quería taparse los ojos cuando en la tele la gente hacia el amor, que a los diez años pensar en besar a los compañeritos era muy divertido, pero besarles en serio no tanto. Para saber si todos estuvimos tan perturbados en nuestra inocencia, si todos los días fueron tan febriles, si a todos nos advirtieron de los hombres terribles que regalaban dulces y se robaban a los niños malos.